¿Aporofobia
en el sistema de justicia: la pobreza es el verdadero delito?
Escrito por: Jonathan Baró Gutiérrez
Procurador general de Corte de Apelación.
En 1995, la filósofa
española Adela Cortina acuñó el término aporofobia para describir el rechazo
hacia el pobre, hacia aquel que no tiene nada que ofrecer a cambio. Décadas más
tarde, en 2017, la Real Academia Española lo reconoció oficialmente, incorporándolo
a su diccionario como una categoría que ya no podía permanecer invisible.
Nombrar ese fenómeno significaba poner en evidencia una patología social
constante: el desprecio sistemático hacia la pobreza y hacia quienes la
encarnan (Cortina, 2017).
El doble
rasero en la justicia
Ese fenómeno también anida en los pasillos
judiciales. Cuando una persona con riqueza —sea un funcionario acusado de
desfalcar al Estado o un empresario involucrado en delitos económicos— es
llevada ante los tribunales, el trato —aunque de manera inconsciente— suele ser
distinto al que recibe quien roba una motocicleta.
En estos casos, los
abogados de renombre, con honorarios millonarios, despliegan no solo una
defensa jurídica, sino también una defensa mediática. Dentro de sus
presupuestos incluyen comunicadores capaces de moldear el relato público: «cometió un desliz», «sufre de persecución
política», «no puede estar en prisión
preventiva porque tiene familia o problemas de salud».
En contraste, al joven que
roba un motor lo tachan de inmediato como «ladrón». La indignación colectiva exige la horca simbólica. No hay
comunicadores que invoquen el debido proceso ni abogados que conviertan la
acusación en un debate de garantías. Su destino se juega entre la prisión
preventiva y un juicio que, con frecuencia, carece de los mismos estándares de
protección que se reclaman cuando se trata de una figura poderosa.
El
poder del discurso
La aporofobia en el sistema de justicia no siempre es intencional; a menudo, es
el resultado de sesgos sociales reproducidos en la práctica penal. Como explica
Cortina, el pobre es visto como quien no puede ofrecer nada en el juego del «dar y recibir», lo que justifica su exclusión (Cortina, 2017). Esa
narrativa se refuerza con el poder económico que compra relato y reputación: He
escuchado con frecuencia cómo al empresario se le describe casi con ternura
—«una persona honorable que cometió un error»—, mientras el pobre ni siquiera
tiene nombre: se convierte en “el preso del expediente.»
Más del 95 % de la población penitenciaria dominicana proviene de sectores
pobres y vulnerables. Esta sobrerrepresentación no puede atribuirse únicamente
a la comisión de delitos, sino a un sistema que los persigue y castiga con
mayor severidad que a las élites económicas. La desigualdad en la punibilidad
es tan marcada que, paradójicamente, resulta más gravoso robar un bien menor
que defraudar al Estado en millones.
En este mismo ambiente
judicial también se reflejan, en ocasiones, diferencias en el trato hacia los
abogados. Aquel abogado mediático, con una oficina de prestigio y que
representa a un poderoso, suele recibir un trato más cordial y deferente que
aquel profesional sin fama ni recursos. Aunque no se trata de una práctica muy
extendida, todavía persiste en algunos operadores del sistema de justicia,
reproduciendo así, de manera velada, la misma lógica de desigualdad que afecta
a los imputados.
Pero el sesgo no se limita
a acusados y defensores. También las víctimas reciben un trato diferenciado
según su condición económica. Una víctima con recursos logra mayor visibilidad:
sus reclamos se amplifican en los medios, sus denuncias avanzan con más rapidez
y suelen recibir un trato más deferente en los tribunales. En cambio, la
víctima pobre es muchas veces invisibilizada, sus denuncias tardan en
procesarse, y su dolor no alcanza la misma resonancia social ni judicial.
La formación en sesgos y derechos
humanos
Superar esta distorsión requiere más que reformas legales; exige un cambio
cultural dentro de la judicatura y el Ministerio Público. Los jueces y fiscales
no son inmunes a los sesgos implícitos: prejuicios de clase, de género, de
etnia o de apariencia física que influyen en sus decisiones, aun cuando creen
estar actuando con imparcialidad y objetividad.
Incorporar en su formación
módulos especializados sobre sesgos cognitivos y derechos humanos es una
necesidad impostergable. No como un curso accesorio, sino como un eje
transversal en la capacitación inicial y continua. Se trata de ofrecerles
herramientas para identificar como factores extrajurídicos condicionan sus
juicios, y de dotarlos de metodologías que permitan neutralizar esas
influencias.
El enfoque de derechos
humanos, por su parte, recuerda que el derecho penal es el instrumento más
violento del Estado y que debe usarse bajo los principios de proporcionalidad,
igualdad y dignidad. Esto implica revisar la forma en que se imponen medidas de
coerción, cómo se valoran las pruebas y de qué manera se gradúan las penas,
evitando la criminalización selectiva de la pobreza.
Con formación adecuada, los
operadores del sistema de justicia podrían mirar con el mismo rigor al
funcionario que defalcó millones, al empresario que incurrió en delitos
económicos, al joven acusado de robar una motocicleta y a la víctima que
reclama justicia sin importar su condición económica.
Conclusión
La aporofobia en el sistema
de justicia es una herida silenciosa en el Estado de derecho. No se trata
únicamente de castigar con más severidad al pobre, sino de suavizar el reproche
hacia el rico y otorgar más atención a la víctima con dinero que a la víctima
pobre, creando un doble estándar que contradice el principio de igualdad.
«La justicia no puede ser
un espejo de la riqueza ni del poder; solo acabando con la aporofobia podrá ser
verdaderamente justicia».
Referencia
Cortina, A. (2017).
Aporofobia, el rechazo al pobre: Un desafío para la democracia. Barcelona:
Paidós.