El costo invisible de aspirar: reflexiones sobre las campañas al Consejo
Superior del Ministerio Público
Autor:
Jonathan Baró Gutiérrez
Procurador
general de Corte de Apelación
Hay épocas
en que uno siente que el Ministerio Público respira distinto. No es algo que
alguien anuncie, pero se percibe. Las conversaciones se vuelven más prudentes,
los saludos cargan un matiz nuevo y, sin que haga falta explicarlo, todos
entendemos que se acerca el proceso para elegir a los nuevos integrantes del
Consejo Superior del Ministerio Público. Es como si la institución entrara en
una estación propia, con su clima particular, su tensión contenida y sus
ilusiones dispersas.
La ley 133-11,
Orgánica del Ministerio Público, en su artículo 49, establece que tres meses
antes del vencimiento de los cargos debe conformarse el Comité Electoral y que
el plazo para la inscripción no puede superar un mes. Pero más allá de esa
estructura formal, quienes han aspirado o acompañado de cerca un proceso saben
que la realidad es mucho más amplia que lo que describe la norma. La campaña
empieza antes de que exista convocatoria oficial, y casi siempre comienza con
una pregunta íntima: ¿vale la pena dar este paso?
Y es ahí
donde uno recuerda que aspirar tiene un precio. No uno metafórico, sino un
costo emocional y económico real, constante, acumulativo. Traslados, gasolina,
peajes, reuniones, materiales, almuerzos con colegas, noches enteras revisando
propuestas; a eso se suman la presión, las expectativas, la ansiedad y la
necesidad de llegar al día siguiente con la misma energía que se tuvo el
primero. Una campaña no es ligera, ni corta, ni gratuita: exige renuncias que
la gente no siempre ve.
Vienen
luego los viajes. Hay jurisdicciones que requieren dos o tres visitas, no por
insistencia, sino porque cada espacio tiene su propia historia, sus heridas y
sus esperanzas. Escuchar a los colegas permite entender mejor el país que
representamos internamente. Es en esos encuentros donde uno recoge, casi sin
darse cuenta, pequeñas verdades que no aparecen en los informes ni en las
estadísticas.
En medio de
ese desgaste, la campaña deja enseñanzas inesperadas. Una de las más valiosas
es que también se ganan amistades nuevas, relaciones que uno nunca pensó
cultivar en un proceso electoral y que, sin embargo, terminan trascendiendo lo
institucional. Personas con las que antes apenas se cruzaba un saludo terminan
convirtiéndose en compañía, en apoyo, en testigos de un momento exigente. Y es
curioso: en el mismo proceso donde se pueden perder amistades que parecían
firmes, también se ganan otras que se sienten más sólidas que muchas conocidas
de años.
Pero no
todo es luminoso. Se cuelan tensiones inevitables. A veces, una frase
desafortunada de un seguidor provoca un malestar que se desborda. Otras veces,
un simple gesto basta para que alguien interprete que usted «tomó partido». Se
escucha, con lamentable frecuencia, la palabra traidor, usada con una ligereza
que sorprende. Y, en paralelo, asoman sectores externos al Ministerio Público
que muestran un interés repentino por influir, sugerir o apoyar a ciertos
candidatos.
A esto se
suma un mal que no termina de irse: las promesas imposibles. En campaña se
ofrecen soluciones que no dependen del Consejo, cambios que la estructura
institucional no permite, compromisos que son irrealizables. Son promesas que
suenan bien, que provocan aplausos, pero que tarde o temprano se convierten en
frustración colectiva.
Por ello,
siempre he creído en una regla sencilla: si aspira, no hable mal de su
oponente. Si le preguntan por él, basta con decir: «Es un gran colega, pero he
venido a presentarle mi propuesta». Esa frase evita incendios y protege la
dignidad de todos. Lo contrario alimenta un círculo de distorsiones, porque una
palabra mal interpretada correrá más rápido de lo que usted piensa, y regresará
amplificada, con bordes que nunca salieron de su boca.
Todo esto
evidencia la necesidad urgente de que el Consejo Superior del Ministerio
Público apruebe un reglamento electoral claro y preciso. No se trata de limitar
espacios de comunicación, sino de evitar campañas encubiertas que comienzan
demasiado temprano y que, sin querer, terminan erosionando la equidad entre los
aspirantes.
A veces
olvidamos que, detrás de todo este desgaste humano y profesional, hay un
principio que debería permanecer indemne: la imparcialidad. Quienes ocupan
posiciones llamadas a ser árbitros de la institucionalidad deben cargar con un
deber que no admite sombras: no prestarse a favoritismos ni permitir que se
repita esa frase que tanto daño causa a la credibilidad colectiva. «Ese es el
candidato o la candidata del procurador general de turno».
No hay sospecha más corrosiva para la
confianza pública que la percepción de que las reglas cambian según
conveniencias ajenas al mérito. Y a esa exigencia ética se suma una cautela
esencial: desconfiar de las apariencias de opulencia. Cuando un aspirante
exhibe lujos que desentonan con la sobriedad que demanda el servicio público,
la institucionalidad se resiente. La justicia y quienes la encarnan no pueden
permitirse fisuras en su imagen. La autoridad moral no se sostiene solo en lo
que se hace, sino también en lo que se proyecta; en esa coherencia silenciosa
que, al final, distingue a quienes honran la función pública.
Y es
precisamente por todo esto que se vuelve impostergable un paso que hemos
aplazado demasiado: el Consejo Superior del Ministerio Público debe aprobar,
sin más dilación, un reglamento electoral claro, moderno y vinculante que
ordene las campañas, preserve la equidad y proteja la credibilidad
institucional.