Autor: Jonathan Baró Gutiérrez
Miembro del Ministerio Público
Luego de leer el libro «El ego es el enemigo» de
Ryan Holiday, y con 19 años de mi vida dedicado al sistema de justicia
dominicano, he decidido escribir este artículo. No con ánimo de señalar ni de
ofender, sino desde una mirada introspectiva y sincera, con la esperanza de
abrir una conversación necesaria. El poder se transforma. El ego, si no se
reconoce, destruye. Y quienes trabajamos en la justicia necesitamos hablar más
de lo que llevamos dentro.
El traje de la arrogancia
A veces
basta con un nombramiento para que alguien cambie. Un abogado o abogada, joven
o veterano, serio o ligero, asume un cargo como juez o fiscal, y de repente
todo a su alrededor se transforma: el tono con que se dirige al personal, la
forma en que trata a los abogados litigantes, incluso la actitud con sus
colegas. El cargo se convierte, sin darse cuenta, en un pedestal.
Y es que
el ego no llega solo. Llega disfrazado de autoridad, de títulos, de méritos
acumulados. Y repite frases que se vuelven peligrosas. «Yo soy el más serio»,
«Si salgo de aquí esto se cae», «Yo soy quien más formación tiene, por lo
tanto, merezco más». Parece fuerza, pero es carencia, el ego se infla donde hay
vacío.
El eco de los aduladores
Para quienes inician su carrera en el sistema de
justicia, escuchar que los llamen «honorables», «magistrados» o recibir elogios
constantes puede parecer un reconocimiento legítimo. Sin embargo, si no se
cuenta con una inteligencia emocional bien desarrollada esos halagos se
convierten en alimento directo para el ego.
La etiqueta institucional si no se digiere con
madurez puede deformar la percepción que alguien tiene de sí mismo y hacerle
creer que el respeto se debe a su persona y no al cargo transitorio que ocupa.
En este
sentido, siempre resultan pertinentes las palabras de la exjueza de la Suprema
Corte de Justicia y exprocuradora general de la República, Miriam Germán Brito,
quien repetía con firmeza que el verdadero rol de un servidor público es actuar
con integridad, sin dejarse seducir por el poder. «Lo que yo siempre insisto es
que uno se interioriza como servidor público, no como ninguna otra cosa… no
como persona que al salir de su casa le da un brillo al pequeño Trujillo que
muchos dominicanos llevamos dentro».
No es raro escuchar, día tras día, frases como:
Magistrado, usted es el mejor, que bien se expresa, que bien le queda esa ropa,
aunque muchas veces el elogio no es sincero. Pero el ego no distingue, solo se
alimenta.
Y
es ahí donde muchos comienzan a creerse lo que no son. Quienes adulan detectan
de inmediato al vulnerable, al que necesita halagos para sentirse válido. Lo
usan, lo halagan y en ocasiones lo manipulan. Ese operador del sistema sin
darse cuenta comienza a hacer daño.
Cuando el poder sustituye a
la sanación
Hay jueces y fiscales que son excesivamente
estrictos, que tratan con dureza o con desprecio a su equipo, a los usuarios y
a otros servidores públicos. Pero esa rigidez no siempre viene de la ética ni
del profesionalismo. A veces viene del dolor, de vacíos familiares, de
frustraciones personales, conflictos internos no resueltos que el cargo intenta
maquillar.
Se castiga a los demás con la severidad con que
uno se castiga a sí mismo. Se impone respeto con autoridad, pero sin conexión
humana. Y aunque las estadísticas digan que todo va bien, ese ambiente
contamina la institución, destruye equipos y siembra miedo, no liderazgo. Y
eso, aunque no se mida es un daño inmenso.
Las mujeres pagan más caro
En una cultura profundamente machista como la
nuestra, las juezas y fiscales llevan una carga doble.
La presión institucional, sí, pero también el
abandono emocional.
Muchos hombres dominicanos no han sido educados
para convivir con una mujer en posiciones de poder, ni poseen la inteligencia
emocional para manejarlo. Por eso, muchas colegas terminan solas. No porque lo
deseen, sino porque sus parejas no toleran su éxito, ni comprenden sus
sacrificios.
Muchas
veces esas relaciones fracasan por la falta de empatía y madurez emocional del
compañero. Una mujer empoderada —con voz, carácter, independencia económica y
logros visibles— no tolera gritos, desdén ni imposiciones disfrazadas de
«orden», no tolera el abuso, ni lo justifica con el miedo al qué dirán. Por eso
se va. Y al irse rompe con un patrón que el machismo ha querido imponer durante
generaciones.
En ese
contexto el ego del hombre machista se siente amenazado. Ver a su pareja
triunfar académicamente, escalar profesionalmente y ganarse el respeto social,
le golpea directamente donde más le duele: en su inseguridad. Entonces se
activa una resistencia silenciosa que se manifiesta en celos, humillaciones
sutiles, desprecio a sus logros y hasta en boicoteo emocional.
Ese ego no soporta ver a una mujer libre. Por
eso, en muchos casos no la acompaña: la frena, la compite, la desgasta.
Y lo más
duro es que la mujer, además de cumplir con su rol institucional, tiene que
soportar el peso de una batalla interna, solitaria, para no rendirse, para no
callarse, para no ceder ante una estructura cultural que siempre le exigió ser
menos.
Ya no estamos para ser menos.
En algún momento de nuestras carreras en el
sistema de justicia todos hemos tenido dificultades para manejar el ego. Y en
eso consiste la dinámica de la vida: en reconocer nuestros errores y tener la
humildad de rodearnos de personas sinceras, amigos que nos digan cuando estamos
equivocados, y que nos ayuden a encarrilar nuestro comportamiento por el camino
correcto.
Luchar contra el ego no es una tarea que se
realiza una vez y se supera. Es un combate diario, silencioso y constante.
Somos humanos, no títulos
No importa el cargo que ocupemos: todos llevamos
un ego dentro. Lo importante no es fingir que no existe, sino aprender a
manejarlo. El problema no es tener ego; es dejar que el ego nos tenga a
nosotros.
El sistema de justicia no necesita más gente
perfecta. Necesita más gente consciente. Personas que no confundan respeto con
soberbia, ni autoridad con arrogancia.
Me gustaría recordar que detrás de cada toga,
hay una persona con heridas, con sueños, con miedos. Que el poder pasa, pero la
huella humana queda. Y que, si no cuidamos nuestro interior, terminamos
convirtiéndonos en caricaturas de lo que quisimos ser.
¿Y entonces, qué hacemos?
Estas son algunas ideas, que comparto desde la
experiencia, no desde la superioridad:
—
Buscar acompañamiento psicológico profesional.
No por debilidad, sino por salud. Todos lo necesitamos. Nadie debería ejercer
poder sin terapia.
—
Crear espacios seguros de diálogo entre
operadores del sistema, donde se pueda hablar sin máscaras, sin miedo, sin
competir.
—
Fomentar una cultura donde el «yo»
se convierta en «nosotros», donde lo colectivo
importe más que la imagen individual.
—
Recordar que la humildad no es falta de
carácter, sino señal de inteligencia emocional.
— Separar el cargo de la identidad. Hoy estás
aquí, mañana no.
¿Quién eres sin tu cargo,
chófer, seguridad, sin tu firma, sin el trato protocolar?
Conclusión
El ego no se ve en las actas, ni se cita en las sentencias,
pero está presente. Habita entre nosotros, y si no lo gestionamos, puede
arrasar con todo. Lo he visto. Lo he sentido. Y por eso escribo esto.
Porque después de casi dos décadas en el sistema, he
comprendido que el mayor enemigo no siempre está afuera. A veces está en
nosotros mismos, y solo reconociéndolo, podemos aspirar a una justicia más
humana.
Bibliografía
Holiday, R. (2016). *El ego es el enemigo*. Editorial Paidós.
Barcelona, España.